jueves, 28 de agosto de 2008

Oldies: La clase de gimnasia.

En vista de que los años pasan para todos y tanto la ley de la gravedad como la de la vida hace que los kilos se acumulen en cantidad desmedida y directamente proporcional al nulo ejercicio que realizamos, y aprovechando que un fitness local reabriera sus puertas (cerradas hace unos años por fraude —sí, acá también pasan esas cosas—) ofreciendo un abono anual ventajoso para mi ya maltrecha tarjeta de crédito, no le di muchas vueltas al asunto y me inscribí.

Comenzar a concurrir me llevó un poco más de tiempo. Escudándome en el hecho de que hace años que no hago una clase de gimnasia, decidí empezar con la musculación para así sufrir en solitario las vergüenzas de mi baja performance y escaso aguante. El paciente Eric me introdujo en el submundo de las pesas y de las bicicletas, cintas, escaleras, y demás enceres del métier. Para pasar mejor el rato, y como muestra del avance de la tecnología, estos aparatejos vienen muñidos de pantallas planas de TV y si uno se calza los audífonos, puede mirar y escuchar tranquilamente el canal de su elección mientras el cuerpo sufre, se acalora, transpira, se acalambra, se sofoca y se cansa. Es una linda forma de separar cuerpo y mente. Lo bueno sería saber aunque sea solo por curiosidad, en esos momentos, adónde queda el alma.

Luego de que una compañera de trabajo me insistiera en compartir una clase grupal de pesas que tomé con mucho temor y timidez y que fue todo un éxito, y de que otras experiencias agridulces —las cuales no van a ser narradas ni mencionadas aquí y ahora pero sí detalladas con pelos y señales en un futuro cercano— me suministraran el tiempo necesario, comencé a asistir al fitness con regularidad, compromiso, pasión, fe y hasta alegría en la mayoría de los casos.

No voy a decir que esto me cambió la vida, pero sí puedo asegurar sin mentir que me la volvió mucho más amena y divertida. Por supuesto, a la fecha, aún no he bajado un gramo, es más, he aumentado de peso, y eso se debe principalmente a que no dejo de comer y al hacer gimnasia tengo mas hambre, entonces entramos en el círculo vicioso de comer con culpa o sin ella, con o sin clase a cualquier hora y lugar, borrando con el codo todo lo que con tanto trabajo escribo con la mano en el gimnasio. Para poner un freno a este descontrol sideral, desde hace dos semanas concurro a una nutricionista, y les prometo que cuando quede en peso les mandaré una foto autografiada, pero volvamos al meollo del asunto que ya me fui de nuevo por las ramas.

Como les decía, mi vida comenzó a transcurrir plácidamente en el tiempo cronometrado por el remo, la bici, la cinta y las clases al tono que ahora han tomado la costumbre de apodarse Body-Algo: BodyPump, la de pesas; Body Step, la del banquito; BodyBalance, mezcla de taichi, pilates y yoga; BodyJam, la del bailongo; Body Combat es como la montaña rusa de las artes marciales, una mezcla de karate, box, taekwondo, taichi y muay thai; BodyAttack ejercicios que combinan aerobicos con los de fuerza y equilibrio. Por último, el único que no es Body-Algo, el nunca bien ponderado *RPM* Rythm & Power (ritmo y fuerza) que es una visita guiada grupal y virtual en una bicicleta que no se mueve del lugar, o sea, fija.

Esta idea maravillosa, prolijamente patentada y vendida en todo el mundo cual el Tetrapak de los suecos, fue inventada por una familia de Nueva Zelanda apodada Mills. El creador se llama Les, y ello dio por resultado que en su honor la empresa se llame Les Mills, y la gente crea que es un nombre francés en plural, cuando en realidad es un atleta visionario y apasionado que vive del otro lado del mundo y hace unos años tuvo una idea sanita y millonaria.

Según ellos mismos explican, la técnica combina entretenimiento con ejercicio cuyo resultado es una mezcla irresistible que nos inspira a alcanzar nuestras metas gimnásticas y aterrizar en los niveles de salud y bienestar deseados con facilidad, elegancia y equilibrio.

Cada clase es un bloque musical de doce canciones viejas y nuevas, que en sesenta minutos de coreografía hacen que la música rija los ejercicios, y sirva de ayuda y guía al profesor y a los alumnos. Es una técnica revolucionaria y práctica, algo así como el wash & wear de la gimnasia. Las coreografías minuciosamente numeradas, son cambiadas cada tres meses, para que nadie se aburra y/o se tare o se tilde. O sea, que cuando el ejercicio te empieza a salir modestamente bien, y una se siente fuerte y diestra, te cambian el libreto y volvés a fojas cero para comprobar que la vida es un eterno comienzo.

Una licencia global de diez mil clubes que danzan al ritmo de sus melodías convirtió a Les Mills en líder mundial del fitness grupal a mediados del año en curso. Con 4 millones de participantes semanales y licencias en 67 países independientes, Les Mills ha ganado el reconocimiento mundial. Es como para no sentirse solo sabiendo que tanta gente en distintos lugares del planeta hace lo mismo que uno. ¡Ni siquiera en el gimnasio zafamos de la aldea global! Según una revista del ambiente, “Les Mills ha hecho por la gimnasia lo que Mc Donalds ha hecho por las hamburguesas”.

Ahora que ya los he desasnado con relación a las últimas novedades del mundo de la toalla mojada, sigo con mis experiencias particulares al respecto.

Si bien al principio adopté un aire invisible pues entré con la autoestima anclada en el subsuelo y dando rienda suelta a una timidez desconocida, traté de pasar inadvertida, una vez que comencé a conocer a la gente, no tuve mas remedio que ser la misma de siempre y dar lugar a los papelones acostumbrados y de rigor.
Después de meses de no interesarme más que en las ofertas del súper y de hacer esfuerzos titánicos para no olvidarme de pagar las cuentas al día o no confundirme los días y horarios autorizados para lavar la ropa, una mañana, mientras me ejercitaba en el remo al ritmo de las canciones de Enrique Iglesias, sin saber por qué me sentí interesada nuevamente en el sexo opuesto. Fue como volver a la adolescencia pero en modo visual. Me contentaba con observar, como si hubiera descubierto súbitamente que los hombres también comparten el planeta con nosotras. Y todos me parecían igualmente maravillosos. Los elegía cada vez más jóvenes, ya que soñar y admirar es gratis y no ocupa lugar. Fue así que mi vida cambió de perspectiva y la ausencia de fitness me provocaba accesos de angustia aguda por lo cual iba todos los días y me quedaba cada vez más tiempo, dos horas mínimo, incursionando siempre en el arte de la contemplación, ya que al sentirme Moby Dick no podría haber hecho otra cosa.

Uno de esos días en el cual había terminado con mi sesión de bici reductora, me abocaba a la tarea de limpiar el vehículo, para lo cual nos dejan a mano un rollo de papel y un rociador. En la bici de al lado, un señor pedaleaba alegremente su rutina hasta que su placidez facial fue interrumpida por el chorro de líquido desengrasante que la que narra no acertó a dominar y en vez de posarse sobre el manubrio, llovió felizmente sobre el pobre deportista. Es en esos momentos sublimes de la vida en que daría cualquier cosa por desaparecer de la faz de la tierra y donde me pregunto si estas cosas me pasan solo a mí. Con mi mejor cara de inocencia y sorpresa, realmente genuinas, me deshice en disculpas rezadas en varios idiomas y huyendo por el foro me perdí en el vestuario. Mientras me derretía en el sauna buscando purgar mi pecado, pensaba que hubiera sido un lindo comienzo para una historia de amor: unidos por el desengrasante tejieron una historia de amor con el fondo de los aparatos de entrenamiento.

En fin, cuestión que en un momento dado del cual no registré la fecha exacta, me crucé con un espécimen que bien podría valer la pena. Digamos que hice a un lado los amores platónicos con los de 20 y 30, y encontré algo que entonaba más con mi edad y experiencia, sin caer en la decadencia absoluta. Porque en realidad en el fitness hay de todo, como en botica, pero en los horarios mañaneros en los que yo suelo concurrir, que es en general en el horario en que mi neurona rinde más, está sembrado de gente de la tercera edad o cercana a ella. Suelen ser, en el caso de los hombres, pasajeros que comienzan a estrenar su edad jubilatoria y luego de una vida de no hacer nada, deciden que en el tiempo libre es bueno ejercitarse y hacer un poco de vida sana. Así es que, en la clase de los viernes, contamos con dos ejemplares totalmente oxidados y anacrónicos, pero que armados con un tesón y una esperanza inagotables hacen que los admiremos por el coraje de tratar de hacer, sin lograrlo nunca, las cabriolas que a todas y a todos nos cuestan un Perú.

Volviendo al tema del candidato, iba bien en edad, en formas, en atuendos (le gusta el naranja Nike), prolijo, educado y amable, en fin, casi todo. El único defecto era que en el anular izquierdo ostentaba un anillo, que nunca llegué a saber si era de los de evitar. Pero como lo mío era platónico, seguí adelante con el tema. Se lo conté a un par de amigas que fomentaron mi entusiasmo con alegría, diciéndome algo que aún no he logrado dilucidar: “Es el comienzo de la mejoría, ya vas a ver”. Sigo sin saber de qué me tengo que mejorar. También se lo conté a Bárbara, quien reaccionó con la misma alegría, pero evitó el comentario.

Al mismo tiempo, descubrí la clase de BodyJam o bailongo al tono y me fascinó. Son todas coreografías que se van construyendo con pasos sumamente simples que a medida que los vamos repitiendo, se vuelven cada vez más complicados, pues en cada repetición la profesora le inserta nuevos movimientos. Las primeras tres clases las dio un tal Fabián, un muchachito de no más de 25 años que evidentemente era gay, pero que me provocaba el morbo de una manera infernal. Con varios piercings, tatuajes y pelo corto pero tipo/en modo escarcha vertical, vestido siempre de blanco, no era ni lindo ni feo, ni bajo ni alto, ni gordo ni flaco, un verdadero NI, pero el sólo mirarlo me transportaba a los escenarios mas lascivos, lujuriosos y apasionados, y se me ocurrían cosas que ni yo misma sabía que podrían existir, tanto que en más de una oportunidad estuve tentada de invitarlo a seguir la clase en mi casa. A qué profundidad llegará mi decadencia que ya ni a los gay respeto.

Luego, y por suerte para todos, volvió la profe titular, y pude evitar las distracciones de antaño y conciliar nuevamente el sueño. Yo no sé por qué esta clase me gusta tanto, ya que hago todo al revés, pese a lo cual me divierto como loca. Las primeras clases estuve justificada puesto que las demás conocían los pasos y yo era la nueva, pero a medida que avanzamos en el tiempo y seguí haciendo el ridículo, la profe perdió las esperanzas y todas se acostumbraron a esta gordita que baila a contramano por la vida. En realidad, a mí no me molesta tanto el tema de no embocar los pasos como se debe, trabarme en los kick and tap (una especie de tortura dancística que puede desencadenar doble fractura expuesta de tobillos) o marearme cuando hay que hacer más de un giro, sino lo que no soporto es que obligadamente me tengo que mirar al espejo y me siento verdaderamente Moby Dick en busca del ritmo. Para evitar esa confrontación con la realidad, empecé a centrar mi mirada en los pasos de la profe (que en contraste con la que narra siempre son espléndidas en forma, figura y performance) y me ubiqué en la última fila; allí no sólo nadie veía mis errores garrafales, sino que tampoco me veía yo. ¡Genial! Todo fue bien hasta que a la profe se le ocurrió insertar un salto con semigiro hacia atrás y allí quedé yo en primera fila, tratando de convertirme en ninfa esbelta, elevada por los aires a destiempo (siempre voy con un compás de retraso), tirando mi cabecita hacia atrás en una de las actuaciones mas ridículas de mi vida. Pero lo sobrellevé con dignidad, es más, hasta me sirvió para aterrizar sin mayores daños en la realidad de mi vida. Ahora que estoy firmemente convencida de que aunque baile “Baby Boy” nunca voy a ser Beyoncé ni Jennifer López, la vida se me ha vuelto más sencilla, como si la exigencia de ser perfecta se hubiera evaporado totalmente. En eso también contribuyeron, una vez más, mis hijos. Nunca olvidaré las trágicas caras de rechazo, espanto y horror cuando yo llegaba a casa totalmente entusiasmada y, en estado efervescente les ensayaba orgullosa los pasos y las coreografías aprendidas en clase, encima de los temas musicales de moda que a ellos les encantan. ¡Qué ingratos pueden ser los retoños!

Los dos remates finales en este ajuste de cuentas con la vida los puso Kevin quien, en agosto pasado, cumplió 18 años. Desde entonces todos las semanas se percata de algo que puede hacer, en el sentido de que ya no necesita del consentimiento y del permiso materno, como ser: casarse, sacar una tarjeta de crédito o el registro, irse a vivir solo, viajar, emigrar, en fin, todo. Pero el broche de oro fue una mañana de la semana pasada. Fuimos juntos al fitness y como Kevin terminó antes que yo, me esperó afuera con Van, un amigo nuestro. Al saber que me esperaban, para ahorrar tiempo, no me sequé el pelo y salí así, fresca y natural, con los cabellos tirados hacia atrás y mojados. Kevin se me fue acercando despacito y, a medida que me observaba, su rostro se volvía más serio y preocupado, tanto que le pregunté: “Pero ¿qué pasa, tengo algo malo?”. Mirándome con cierta compasión y mucha ternura, me dijo despacito: “Mamá, ¡tenés el pelo blanco!”.

Volvamos a temas más gratos, como mi caballero andante, alias Naranja Mecánica por los atuendos en tonos de blanco y anaranjado. Noté que era algo fana de la bici pues un día lo vislumbré en la clase del mediodía de *RPM*. Otro día mientras yo pedaleaba fatigosamente en una bici y charloteaba con mi amiga Berenice, él hizo 20 minutos ininterrumpidos de cinta, corriendo como un verdadero maratonista. Eso me permitió analizar con profundidad su parte trasera puesto que estaba de espaldas, y pasó el examen con mención especial.

Una de mis compañeritas de clase, es otra argentina que se llama Claudia y es fan del deporte también. Al ver que ella concurría a las clases de *RPM* le pregunté si eran muy difíciles o fuertes, me dijo que no, que si yo hacía bici en la sala bien podía probar este curso en cualquier momento. El momento justo llegó un jueves que fui a tomar una clase de BodyJam por la tarde. Ya había participado en la de la mañana, pero volví por la tarde para reivindicar el papelón matinal y a continuación de esa misma, venía la de la bici en seco. La clase la daba mi profe preferida que es Michelle y que se puso recontenta cuando vio que me tendría como alumna en esta otra disciplina. Mientras yo iba al vestuario a cambiarme la remera le pedí a Claudia que me reservara la bicicleta de al lado de ella. Cuando volví a la sala, que estaba llena de gente, todos habían ubicado sus bicis en semicírculo y mismo antes de comenzar estaban ya pedaleando como desquiciados al son de una música estimulante y estridente. Michelle, que nunca entendí por qué me quiere tanto, estaba ajustándome la bici. En esta técnica los pies van atados al pedal, intuyo que para evitar que la gente huya despavorida escapando de esta sesión de tortura. Colmada de atenciones y sin vislumbrar lo que se avecinaba, tomé asiento en mi máquina, sintiendo que todos me miraban pues la profe, como si fuera mi mamá, me ajustaba la silla (como soy enana siempre hay que bajarla) y las correas de los pedales. A mi derecha Claudia me daba ánimos y, como un regalo del cielo a mi izquierda estaba ubicado en carne y hueso, Naranja Mecánica en vivo y en directo. Entre el cansancio de las dos clases de Bodyjam, los nervios de este encuentro cercano con el hombre de mis sueños, las muestras de cariño de mi profe y la efervescencia del grupo que yo no compartía y que me hacía sentir una enajenada, Michelle montó su bici y comenzó la clase. Todo fue bien los primeros cinco minutos en los que todo el mundo pedaleaba a un ritmo normal disfrutando de la música y de los consejos de la profe. Comencé a preocuparme un poco cuando noté que en la barra que baja del manubrio hasta los pedales se hallaba ubicada una especie de canilla con aspecto siniestro y sospechoso. No había terminado de reparar en la misma cuando la vocecita angelical de Michelle dijo que nos notaba muy cómodos y que había que apretar la canilla dándole una vuelta entera. Mis temores iniciales se confirmaron con rapidez puesto que al hacer lo sugerido, los pedales se volvieron unos objetos insufribles, infinitamente pesados y densos, un verdadero tormento espeso y yo comencé a sentir que mi peli se filmaba en cámara lenta. Debo de haber puesto una cara muy elocuente puesto que Michelle me dijo suavemente que no me preocupara ya que era mi primera clase. Pero yo seguía con la contrariedad que mientras, todos, absolutamente todos, pedaleaban sin problemas y alegremente, yo moría en cada vuelta de pedal que tornaba mi existencia difícil, pesada, acalorada, sudorosa en grado extremo y sumamente dolorosa y angustiante. Pero esto no acabó aquí, Michelle, como ajena a la vida real de este mundo les dijo que había que ajustar un poco más la canilla y pedalear de parados. La viveza criolla me salió al paso y aproveché la maniobra para girar la canilla para el otro lado, sin que nadie se percatara de mi astucia, la cual duró poco pues acto seguido cuando quise pararme, los pedales se quedaron clavados en el aire y me fue imposible continuar. Muerta de vergüenza y antes de que los demás se dieran cuenta (como si a alguien le importara) me senté y seguí pedaleando con gesto distraído mientras le espetaba a Claudia en castellano todas las impurezas que se me pudieran pasar por la cabeza, tipo, “ustedes son todos una manga de enajenados, no puedo creer que alguien disfrute haciendo todo esto, esta bici tiene un defecto de fabricación, y otras cosas que prohibía la censura.”

Mientras recitaba todos estos desatinos y me cansaba más aun, pero por lo menos desagotaba mi frustración, humillación, dolor y el hecho de sentirme un vejestorio inútil y gordinflón, miraba de reojo el reloj digital que se encuentra en el centro del salón. Los minutos no pasaban mas, cegada por la desesperación llegué a pensar que se había descompuesto y que nos quedaríamos toda la vida encerrados en esa clase de tortura a pedal, tanto que comencé a suplicarle en silencio al reloj que marque las horas una especie de contrapartida del bolero Reloj en el cual no tenía que pasar el tiempo. A todo esto y como corresponde, los demás seguían en su mundo alegremente festejando la fiesta del pedaleo absoluto, ajustando sus canillas y viajando virtualmente quien sabe donde. Cuando comprobé que los minutos pasaban lentos y difíciles y que el abrir la canilla ya no suavizaba en nada mis angustias, que mis piernas se acalambraban y ya no sentía los pies, me dije que indefectiblemente había llegado el momento de la retirada puesto que si continuaba así el esfuerzo físico podría desembocar en situaciones desagradables, tales como nauseas, vómitos, desvanecimientos y/o espasmos epilépticos. Tratando se conservar la elegancia, y de que el Parkinson no me atacara la mano ni el brazo, le hice a Michelle una seña elocuente, que entendió al vuelo. Paré de pedalear y traté de no enredar mis dedos en las correas mientras me desprendía de los malditos pedales y le mascullaba a Claudia en tono de despedida: “¡esto no puede ser normal!” Naranja Mecánica, que no debe de entender el castellano pero intuyo que captaba el tono de mis comentarios, reía divertido y me miraba de costado, fue lo único positivo de este encuentro cercano con el deporte pedaleado. Cuando me retiraba de la sala, asombrada de poder caminar aún, Michelle me seguía nombrando y diciendo que me esperaba en una clase próxima, cosa que valió que todo el grupo se percatar de mi partida y esgrimieran sonrisitas consideradas para la que había capitulado a favor de la vida y el reposo muscular. Luego de este papelón deportivo, partí a Buenos Aires y a mi retorno aún no he podido recobrar el ritmo de antaño. Luego de haber participado en ese intento de acercamiento al mundo cíclico y haber comprendido en carne propia por qué Vargas Llosa los llama “las ruedas autistas del ciclismo” no me tienta el reintentar otra de esas clases por el momento, sobretodo teniendo tantas otras que elegir. No he vuelto a cruzarme con mi enamorado, tanto que ya casi no me acuerdo qué cara tenía, cosa que tampoco me preocupa mayormente.

En realidad, nunca se me pasó por la cabeza al anotarme en el fitness, que me encontraría con toda la gente que tuve la oportunidad de conocer. Fue como una caja de sorpresas o fue tal vez que mis rezos fueron - ¡al fin!- escuchados, pero hay una camaradería, un buen ambiente y buen humor que hacen que todo lo que una sufre se sienta leve en comparación con lo que se disfruta, que hacen que uno tenga ganas de volver. Me siento parte de un club, de un grupo y es la primera vez que me pasa desde que vivo en este país. Así que levanto mi copa y brindo por la salud y el ejercicio y prometo volver con más anécdotas de esa nueva etapa deportiva que hoy alumbra mi vida.

1 comentario:

Alicia dijo...

JAJAJAJA
Buenìsimo, muy entrenido y muy cierto..........en varias cosas me sentì identificada: asisto a clases de Pilates 1 vez por semana y estoy rodeada de mujeres que se pasan la semana entera ahì dentro.......por eso, 100% estoy en la misma minorìa que vos.
Besos.
Alicia