lunes, 17 de agosto de 2009

Oldies: Rarezas familiares: El síndrome de la radio.

Esta mañana nos sentamos a desayunar a las 07:15. Como todas las mañanas me someto al gran esfuerzo de arrear a mis hijos hasta la mesa de la cocina, los atraigo con trucos de odalisca china y despliego el ingenio y el humor para despertarlos sin sobresaltos y conseguir que tomen algo caliente y lleguen a tiempo al colegio. A esa hora de la mañana, son como mansas ovejitas, suaves y abúlicas, que se pasean por la casa como almas en pena o fantasmas extraviados que solo hallarán la paz volviendo al lecho.

Luego de haber cumplido con el desfile de bostezos y estiramientos de rigor, instalados ya en la mesa del desayuno, muchas veces logramos hilar conversaciones maravillosas pues una vez despertados, uno los agarra fresquitos y tiernos y si bien el tiempo es breve, disfruto mucho de esos instantes intensos compartidos al comienzo del día.

Desde Pilar que arrastramos la costumbre de tener la radio prendida como fondo para ilustrar el desayuno. Somos tan prolijos que, como cada uno tiene una en su cuarto, están todas sintonizadas en la misma emisión y entonces por toda la casa se puede escuchar lo mismo. Esta costumbre en realidad se hizo moda con mi madre, quien esgrimía una pasión desmedida y desatinada por saber, ni bien se levantaba, cual era la temperatura exterior. Siempre me pregunté cual era el sentido de tamaña adicción ya que mi madre salía poco y como un problema de regla de tres simple inversa, cuanto más se desesperaba por saber, menos salía a la calle. Después con la edad, como sucede con los conflictos graves no resueltos a tiempo, los síntomas se profundizan y se imponen con el escándalo de que, lo que en un momento llegó a parecer sospechoso y podría haber sido descartado, pasa a ser absolutamente normal y elemental y vuelve con la fuerza de recuperar el territorio perdido en el tiempo y en el terreno de la duda. Al pasar de los años, se le fue agudizando la dependencia climática y entonces saltó al plano de que tenía que saberlo hasta cuando dormía, así que ponía la radio en la almohada y mediante un audífono seguía escuchando en sus sueños.

Para la época en la que la televisión comenzó a exponer la hora en la pantalla, se emberrinchó en seguir con la radio puesto que necesitaba saber la sensación térmica y cuando hasta eso se mostraba por la tele, ya estaba tan acostumbrada y el vicio se había vuelto tan arraigado a su vida que descreía de sus ojos y sólo confiaba en sus oídos acariciados eternamente por los locutores radicales de turno. Con ellos libraba también cruentas batallas unilaterales e inútiles, dando su acalorada y apasionada opinión de los temas políticos de rigor, sobre los cuales exponía interminables y complicadas tesis, como si tuviera una audiencia de miles de personas y no como únicos oyentes al perro pequinés, al gato de angora, a los canarios amaestrados que vivían en libertad y a los utensilios de cocina.

Mas allá del tema que tocara, creo que por un problema de tonalidad vocal y sobretodo por la forma de reírse, tenía especial encono con Hugo Guerrero Martineiz, el peruano parlanchín. Simpatizaba con Badía a pesar de que en su programa nocturno la hostigaba con canciones de los Beatles, que siempre le provocaron hipo y contractura cervical. Adoraba a Larrea, a Mareco Pinocho y a Brisuela Méndez y era devota de Radio Colonia, no sólo porque pasaba la quiniela en la época prohibida, sino porque era la única que transmitía la verdad de los hechos durante los golpes militares, que en determinado momento histórico fueron otra adicción de nuestra querida patria y de casi toda Latinoamérica.

Se paseaba por el dial del AM con una habilidad nata que llegó a la excelencia luego de ejercerla por años con pasión de orfebre, devoción, tesón y esmero.

En realidad no le hacía mal a nadie y terminó siendo sumamente gracioso y pintoresco ver que mi madre marchaba por la vida al son de las emisiones de radio que alternaba distraídamente recorriendo el dial en su totalidad.

Cuestión que, cuando viviendo en Pilar, me di cuenta de que ponía todas las radios en la misma sintonía, me empecé a preocupar y a preguntar, si siguiendo el modelo materno, no estaría yo criando el mismo tipo de vicio pero amplificado y multiplicadamente diferido a varios aparatos al unísono. Llegué a la conclusión que como tan sabiamente dice Serrat, los hijos cargamos con los vicios de los padres. Por suerte de noche aun me abstengo.

Inicialmente aquí el síndrome de la radio comenzó más que nada para practicar el idioma y escuchar la temperatura, ya que al llegar, el invierno estaba en plena forma y yo no sabía si para salir había que tirarse el ropero encima o bastaba, como dicen las viejitas con “ponerse el saquito”. Superada la decepción inicial de esperar que apareciera “Daisy con los 40 principales” como en Pilar, comencé a alegrarme al ver que pasaban los días y los sonidos imposibles de ser interpretados al principio, se iban convirtiendo en palabras y cada vez era menos difícil hilar alguna frase coherente. Veníamos bien hasta que cambiaron el locutor radial de la mañana y volvimos casi a fojas cero. Me causó una cierta inquietud cuando empecé a escuchar el noticiero matinal de los cinco minutos de noticias, con crisis de angustia y ansiedad desmedida, puesto que al final, al llegar el instante de decir la temperatura o bien la decían rápido y no llegaba a escucharla o a descifrarla, o justo en ese momento alguno de los chicos interrumpía con algo y la información se perdía en la noche de los tiempos. Mi sanidad mental me hizo ver, que antes de matar a algún desubicado pero inocente hijo mío o sufrir un colapso nervioso de ansiedad matinal, era más simple y sensato poner un termómetro en el balcón. Fue así como la radio quedó como telón de fondo para las conversaciones matinales.

Esta mañana la radio Energy de Genève, estaba particularmente pesada y la música que se dignaban pasar, mas que lo modernoso que suelen exponer, parecía una mezcla de minué con gavota de los tiempos de Mariquita Sánchez de Thompson y con aires de marcha fúnebre. Entonces guiada por la añoranza de lo nuestro, y con un dejo de nostalgia procedí a ensartar un casete que tiene un popurrí de música argentina y que comenzó justamente con el tema “Te quiero” de Andrés Calamaro.

Cuando vivíamos allá Calamaro nunca fue santo de mi devoción. Pero esta mañana sentí algo extrañísimo. Mi cerebro seguía pensando que es uno más de tantos músicos que han tenido su éxito, simpatizo con la letra de varias de sus canciones, pero mi corazón, como si fuera una persona aparte, sentía como si estuviera en un recital, me gustaría gritarle “¡Sos mi ídolo!”, “¡Potro!”, “¡Grande Calamaro!” Y subir el volumen de la música, cosa que nos hubiera dejado sordos a todos pues el casete está viejo, gastado y emite interferencia de siglos anteriores.

Mientras observo como mis hijos toman mansamente el desayuno y Barbara me pregunta: “mami, ¿por qué en la Argentina cantan todos tan mal?”, en mi cabeza desfilan miles de imágenes de otros momentos vividos, el sol del verano iluminando el jardín de mi casa, los árboles, la pileta, Ramona trayéndome un elocuente mate de los que solo ella ceba y no he vuelto a probar en tres años, las caras de los amigos y la gente querida, mi padre y la imagen de la infancia de mis hijos jugando trepados en los árboles de la casa de Pilar. Todo ese pedazo de pasado que yo veo desde este presente y que me lo trae como un regalo anexo el hecho de escuchar esta música. Esa es la diferencia y siento que mas allá de que siempre pensé que Calamaro era un manso, ahora me emociona, no por lo que él canta sino por lo que eso me revive en el alma y en el corazón.

Esa es la diferencia entre escuchar canciones de Johnny Holliday y Leonardo Fabio. Mientras tanto el uno como el otro me provocan la misma sensación de incertidumbre nerviosa, Leonardo Fabio viene con recuerdos incorporados y eso le da una riqueza de la cual carece y adolece el europeo.

Pero volvamos al presente en el cual mis hijos se ríen con la canción de Calamaro que dice “te llevaste la cenicero y me dejaste la ceniza” y todas esas cosas profundas y trascendentes que suelen ilustrar sus canciones y que les provocan sonrisas por lo incoherentes, pero cuando llegamos al momento en que dice que “te llevaste marzo y te rendiste en febrero”, me veo en la necesidad de aclararles que uno, cuando iba al colegio allá, se llevaba materias a marzo o a diciembre y darles todas las explicaciones pertinentes. Fue algo que ellos nunca llegaron a probar, ni a entender porque no lo vivieron y me pregunto una vez más como se irán formando y guardando en sus almas jóvenes los recuerdos que los acompañaran en su vida posterior. Me pregunto si el día de mañana recordarán tal vez este diálogo matinal como yo recuerdo tantas cosas que me contaron de chica, con el sabor de un recuerdo de algo que yo no viví pero que compartí formando una imagen en mi mente, o si quedará en el olvido, tapado por otras cosas más importantes o más inmediatas. ¿Cómo se forman los recuerdos? ¿Hasta donde somos nosotros los que decidimos qué recordar y cómo? ¿Con qué parte de la verdad sazonamos las memorias de los momentos del pasado?

Una mañana que comenzó con esta reflexión profunda me hizo buscar refugio en escribir mi sentir y aquí estoy volcando todo esto al papel y tratando de encontrar sentido y respuesta para mis preguntas.

Yo quisiera saber ¿cómo nacen los recuerdos? ¿Qué los teje, los nutre, los agranda, los perdura y los fija? pero sobretodo ¿qué los borra? ¿Por qué hay momentos nítidos y detallados y otros borroneados como una foto vieja y desenfocada? ¿Por qué hay cosas que no podemos recordar? ¿Y por qué hay otras que prefiriendo olvidar, no logramos arrancar de nuestro pensamiento?

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